Las
respuestas al neoliberalismo se han dado
desde muchos puntos de vista, quizás, las que más han llamado la atención, por
su carácter mediático, por su presencia en la calle, hayan sido los denominados
“movimientos sociales”. Este trabajo no trata sobre movimientos sociales, pues,
tal y como expresamos al inicio del mismo, nuestro objeto de investigación se
centra en el sujeto propio del neoliberalismo. Pero, debido a que nos guía una
vocación mundana, que se acerque
a las cosas que están pasando tras los muros de lo teórico, no podemos obviar
–aunque no podamos profundizar– esas acciones públicas y colectivas, de
carácter marcadamente contencioso, que se dan como desafío ante algo que es
visto como perjudicial. Como es sabido, las relaciones sociales provocan
fricciones y conflictos y aunque no sólo se produzcan conflictos ante crisis
políticas, sociales o económicas, el capitalismo, a lo largo de su historia, ha
sido fuente de numerosas acciones contenciosas.
Bien,
¿qué es, brevemente, un movimiento social? Definir qué es movimiento social
implica una gran dificultad sobre la que no profundizaremos
,
pues es obvio que escapa al objeto de esta investigación, pero habremos de
intentar acercarnos a lo que son. Quizás sea más fácil saber qué no es un
movimiento social. Probemos por la vía de nombrar acciones y fenómenos que no
son movimiento social, tales como partidos políticos, organizaciones sindicales
(aunque a veces estas se solapen con los movimientos sociales, formando parte
de los mismos), protestas sociales (de carácter político o no), protestas que
pueden incorporar exigencias determinadas a las autoridades, retos, etc.
Tampoco son movimiento social los grupos de interés o aquellas movilizaciones
que giran en torno a un tema o cuestión muy determinada –los llamados
single-issue-movements–. Los movimientos sociales, si es que realmente
podemos definirlos, se definirían por lo que hacen, por lo que son, por su
concepción de un nosotros y de un
ellos en conflicto. Son grupos
que se identifican con una idea que actúa como identidad y que define su forma concreta y característica de
participación en el espacio público. Por contra, sí se han considerado
movimiento social las protestas que, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, se
producían con motivo de la tasación del pan, los nacionalismos periféricos,
aquellos basados en la construcción de una comunidad imaginada y diferenciada
de otras,
el movimiento obrero, los movimientos campesinos,
en muchas ocasiones de corte bastante anarquizante. También podemos referirnos
al movimiento sufragista-abolicionista
surgido en Gran Bretaña y Estados Unidos, que con motivo de la Reforma
moral, llamaba la atención sobre los conflictos provocados por
el capitalismo y el imperialismo. Pero quizás, el arquetipo de movimiento social por excelencia sea el
denominado Movimiento por los Derechos Civiles
que se constituyó como paradigma de lo que es un movimiento social.
Y
bien, ¿qué han significado, desde nuestras coordenadas, los movimientos
sociales?, ¿cómo y en qué se han articulado?, ¿en qué han basado sus éxitos y
fracasos?, ¿han dejado algún
legado que
nos capacite o arme para afrontar una salida exitosa al problema con el cual
nos encontramos? Es decir, ¿son los movimientos sociales un tipo de lucha
política capaz de habilitar una resistencia al biopoder o, por el contrario,
siguen el movimiento reiterado marcado por mercado y neoliberalismo? La
respuesta es clara, sí y no, pues, tal y como hemos visto, los movimientos
sociales no pueden ser entendidos como un todo homogéneo. Por lo tanto, habrá
movimientos sociales que planteen una resistencia a la biopolítica desde puntos
de articulación no biopolíticos, y los habrá cómplices –indudablemente involuntarios–
de aquello que sella nuestra servidumbre. Hay movimientos sociales que se han dado en contextos estrictamente
políticos, mientras que otros se mueven en ámbitos éticos, morales, simbólicos
o afectivos, en ocasiones rehuyendo lo político. El Movimiento por los Derechos
Civiles en Estados Unidos liderado por la figura de Martin Luther King Jr.
debió parte de su éxito –un éxito muy relativo, pues la desigualdad entre
blancos y negros sigue patente–
a que se encontraba, tal y como sostiene Walter:
enraizado en el
americanismo, el cristianismo y la completa convicción de que, con
independencia de lo que dijeran las ordenanzas de Alabama y Montgomery, la ley
auténtica, tanto la ley de Dios como la ley de una nación justa, estaba del
lado de la justicia racial. Este espíritu, profundamente leal a la Constitución
y con la fe puesta en que América viviría de acuerdo a sus ideales, impregnó
tanto la estrategia como las tácticas del movimiento
De
este fragmento destacaríamos una cosa muy importante, Martin Walter llama la
atención sobre la corrección política
del movimiento, sobre su enraizamiento en el americanismo, algo que choca con otras formas de plantear las
resistencias que, lejos de enraizarse en lo político, lo rehúyen, situándose en
la esfera biopolítica. El enraizamiento que propugnaba el movimiento de Luther
King no era más que un intento de articular una lucha política en lo político,
en el Estado, en la Constitución, en lo jurídico. Por lo tanto, lo que desde
este movimiento se criticaba no eran las instituciones, era la práctica
gubernamental. El Estado, encarnado en este caso en la nación política
estadounidense, era visto como fuente de legitimidad para unas reivindicaciones
que luchaban contra algo tan animal como es el racismo. Lejos de apelar al
color de la piel como respuesta al sistema segregacionista imperante, los
simpatizantes de Luther King –negros, blancos, mujeres, hombres, trabajadores,
estudiantes, chicanos, homosexuales etc.– defendían una, una polis heterogénea donde la igualdad garante de tal heterogeneidad no
podía serlo sino en punto a la forma y no al contenido, es decir igualdad
formal, no de contenido. Y esta igualdad, en condiciones de radical heterogeneidad sólo puede darse en condiciones de
Estado de derecho.
En
este caso en particular, la nación política estadounidense en la que vivió
Martin Luther King –Estado de derecho desde su misma fundación, tal y como es
recogido en la Declaración de Independencia y en la posterior Constitución–
hizo del hecho derecho, elevando a categoría de ley una norma consistente en
ser blanco, protestante, anglosajón, y varón.
Por
el contrario, y dentro de este mismo ambiente de conflictividad política y
social, Stokely Carmichael, impulsor de los Panteras Negras y líder del Comité
Coordinador de los Estudiantes por la No Violencia (SNCC), desplazó su discurso
de lo estrictamente político a lo biopolítico, pues esta asociación propugnaba
un discurso marcadamente racialista que, sin llegar a sostener que los blancos
eran malos por naturaleza, dieron la vuelta al eslogan racista White Power, difundiendo su Black Power. Un biopoder que, tanto en un caso como en otro, se
articulaba sobre la cuestión racial. Esta deriva biopolítica y marcadamente
racista, culminó con la expulsión de todos los integrantes blancos de la SNCC,
pues la biopolis con la que
soñaban los miembros de la SNCC y de los Panteras Negras estaba basada en la
raza –negra–:
“Por tanto, sólo existe
un camino abierto ante nosotros. Debemos cambiar a Estados Unidos de tal modo
que la economía y la política del país estén en manos del pueblo. Nuestra
especial preocupación la constituye nuestro pueblo: los afroamericanos.
Más
adelante podemos leer:
“Hemos sumado nuestros
hombres y sabemos que no es posible que los negros se apoderen militarmente del
país y dominen grandes cantidades de tierra.
En un país altamente
industrializado la lucha es diferente. El corazón de la producción y el del
intercambio comercial está en las ciudades. Nosotros estamos en las ciudades.
Con nuestras rebeliones nos hemos convertido en una fuerza desgarradora en el
flujo de los servicios, bienes y capital. Desde 1966 el grito de las rebeliones
ha sido: ‘El poder negro’”.
Como podemos
comprobar, en este caso –no así en otros similares–, el juego de la biopolítica
se da en las dos direcciones. Si las prácticas gubernamentales situaban la
razón de la discriminación en el cuerpo de los negros, éstos situaron en sus
propios cuerpos la razón de sus resistencias. Pero luchar con el “arma” de la
raza –del pueblo negro– es luchar desde unos presupuestos que ni solventan el
problema de la dominación de los negros, y que tampoco solventan la aporía,
pues dichos presupuestos están planteados desde lo no-político, es decir, desde
lo descarnadamente biopolítico:
“Y contra este poder aún nuevo en el siglo
XIX [un poder esencialmente normalizador, un biopoder], las fuerzas que
resisten se apoyaron en lo mismo que aquél invadía [en este caso estaríamos
hablando de los cuerpos de los negros] –es decir, en la vida del hombre en
tanto que ser viviente […]; lo que se reivindica y sirve de objetivo es la vida
entendida como necesidades fundamentales, esencia concreta del hombre,
realización de sus virtualidades, plenitud de lo posible
[el poder negro (o el poder blanco)]”
Y esta misma
línea de resistencia –biopolítica– la encontramos en el movimiento
“queer”,
aquel que englobaría a
“disidentes de género y sexuales que resisten frente a las normas que impone la
sociedad heterosexual dominante”
.
Tal y como sostiene tanto la teoría “queer” como sus seguidores, tanto la
identidad sexual como la de género, y así también la orientación sexual, no son
más que construcciones sociales, es decir, identidades fabricadas –¿a caso
existen identidades no construidas?– por la sociedad. Y si bien esta teoría es
muy crítica con el machismo imperante en toda sociedad y con los efectos
nocivos de la modernidad y el capitalismo, su propuesta, al querer dar la
vuelta a la “injuria”
y hacer de ella una condición de la que uno debe sentirse orgulloso y utilizar
como arma de lucha, no es política, pues no da cuenta más que de aspectos
biopolíticos: la identidad sexual, el sexo. “La sexualidad está del lado de la
norma, del saber, de la vida, de las disciplinas y las regulaciones”
,
es decir, del lado de la biopolítica, por lo tanto, por mucho que se defienda
que la resistencia “queer” es una forma de resistencia política, estamos ante
una lucha articulada en lo simbólico, es decir, estamos ante una biopolítica
que pretende contraponerse a dicha norma utilizando las mismas armas que se
utilizan contra ella. Por lo tanto, seguimos en un mundo aporético,
biopolítico, constituido por cuerpos –y no por hombres– enfrentados en un campo
de batalla donde las armas son esos mismos cuerpos.
El biopoder fue
indispensable para el desarrollo del capitalismo, al arrebatar la cualificación
al hombre, lo dejó reducido a su carcasa, al cuerpo. Los hombres aprendieron
“poco a poco en qué consiste ser una especie viviente en un mundo viviente,
tener cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de vida, salud
individual o colectiva, fuerzas que es posible modificar y un espacio donde
repartirlas de forma óptima”
,
de la misma manera, los hombres aprendieron a luchar con nuevos repertorios,
pero ya no lucharon como hombres sino como cuerpos vivientes –como aquello que
habían aprendido a ser–, reivindicando y defendiendo unas condiciones y
espacios de existencia en los que sus cuerpos pudieran liberarse
.
El reflejo de lo
biológico en lo político va en las dos direcciones, desciende en forma de
biopoder y asciende en forma de biopolíticas
alternativas o menores.
Claramente vemos como lo que reivindican tanto Carmichael como Preciado no es
sino, en verdad, cuerpos, es decir, organismos biológicos –individualidades
biológicas–, que en un caso se corresponden con la idea racialista de negritud y en el otro con cuerpos que escapan a la identidad.
La identidad –buscada o rechazada– ha pasado a ser el centro de muchas luchas
–de casi todas–. Y la identidad que está en el centro de toda biopolítica es
una identidad basada en la piel, en la sangre, en el suelo, en el sexo,
es decir, en el cuerpo biológico y sin forma. Y en esto confluyen las
reivindicaciones por la autodeterminación de naciones étnicas, muchos de los
feminismos, el movimiento pro-derechos LGBT, el indigenismo, los movimientos
pro-aborto basados en un supuesto derecho a decidir sobre un cuerpo que se
considera más una propiedad que una condición. También los movimientos pro-vida, cuyo nombre es más que explícito, y que sitúan en
el cuerpo del feto una reivindicación. Como estamos viendo, unas luchas
construyen identidades mientras que otras las destruyen, situando la identidad orgánica en el foco de su discurso.
El cuerpo,
entendido como vida biológica, es el punto central de todo esto. Por un lado,
son los cuerpos dóciles el
locus en el
que hace presa el biopoder a través de ese proceso dual consistente en la animalización
de la política y la politización
de la vida; por otro lado, tal y como vemos, es el punto de
articulación sobre el que giran las reivindicaciones de las nuevas políticas de
resistencia.
Este doble
proceso, consistente en la
animalización de la política y la politización de la vida, es tratado, como ya hicimos referencia, por Hannah
Arendt, Michel Foucault y Giorgio Agamben. Este último considera que, frente a
lo defendido por Arendt, Foucault y otros autores, es necesaria una revisión de
la concepción que se ha tenido sobre el mundo clásico, sobre la política de
Grecia y Roma, en una clave distinta. Si ellos sostienen que la Modernidad
implica el advenimiento de la biopolítica, Agamben sostendrá que la biopolítica
“constituye el núcleo originario –aunque oculto– del poder soberano”,
diciendo con esto que “la biopolítica es, en este sentido, tan antigua al menos
como la excepción soberana”,
tan antigua como Grecia, fundamento arcano de la polis.
La tesis foucaultiana debe, pues, ser
corregida o, cuanto menos, completada, en el sentido de que lo que caracteriza
a la política moderna no es la inclusión de la zoe en la polis,
en sí misma antiquísima, ni el simple hecho de que la vida como tal se
convierta en objeto eminente de los cálculos y de las previsiones del poder
estatal: lo decisivo es, más bien, el hecho de que, en paralelo al proceso en
virtud del cual la excepción se convierte en regla, el espacio de la nuda vida
en que estaba situada originariamente al margen del orden jurídico, va
coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que
exclusión e inclusión, externo e interno, bios y zoe, derecho y hecho, entran
en una zona de irreductible indiferenciación.
Esta
biopolítica, siempre según Agamben, ha tenido como característica su presencia
y su ocultamiento, es decir, su presencia insidiosa
.
Por lo tanto, sostener que la modernidad significó una liberación de la vida
natural en la polis, no sería acertado, porque, como defiende Agamben, la
modernidad sólo significó el desvelamiento de esta realidad. Y no así su
nacimiento. La biopolítica, tal y como sostiene Agamben, ha existido
desde
siempre, por ello, no es posible salir de
ella ni proponer una alternativa que la supere, que la destruya. Por lo tanto,
si es en la nuda vida –en los cuerpos vivientes– donde cabría situar una
resistencia que reprima la dominación inherente a la política, también será en
ella donde se puedan habilitar las resistencias.
[…] el conflicto decisivo se juega, a
partir de ahora, […], sobre el terreno de lo que llamo zoé, la vida biológica.
Agamben, al
igual que la mayoría de los movimientos sociales más actuales –recordemos el
movimiento “queer”–, aceptan que la única manera de hacer frente a la
dominación biopolítica es una biopolítica afirmativa, donde las resistencias se sitúan en la nuda
vida, entendida ésta como campo
de batalla. Tal y como se recoge en una
entrevista que se le realizó, hace más de una década, para la revista francesa Vacarme, el filósofo italiano defiende la necesidad de otra
forma alternativa de hacer políticas de resistencia de ante un biopoder que
domina y, como vimos que para él no existía nada capaz de escapar a la nuda
vida, sería en ella desde la que se podría
subvertir una biopolítica de dominación. No podemos estar más en desacuerdo,
pues consideramos imposible –aporético– cualquier intento de hacer política en la
no-política, o desde la no-política, es decir, desde la biopolítica:
“Y contra este poder […], las fuerzas que
resisten se apoyaron en lo mismo que aquél invadía –es decir, en la vida del
hombre en tanto que ser viviente–”
Pero volvamos a
Agamben y analicemos el gran interrogante que nos despierta retomando este
fragmento anteriormente citado:
“El conflicto decisivo se juega a partir
de ahora, […], sobre lo que llamo zoé, la vida biológica. Y, en efecto, no de
otra cosa se trata: no es cuestión, creo, de volver a la oposición política
clásica que separa claramente lo privado y público, cuerpo político y cuerpo
privado, etc.”
Y no ajeno a lo
aporético de sus afirmaciones (la vida biológica como punto de resistencia), a
continuación expone:
“Pero este terreno también nos expone a
los procesos de dependencia del biopoder. Se encuentra ahí, pues, una
ambigüedad, un riesgo. Es lo que mostraba Foucault: el riesgo es que se
reidentifique, que se reinvierta una situación de una nueva identidad, que se
produzca un sujeto nuevo, sea, pero sometido al Estado, que se reconduzca desde
entonces, a pesar de uno mismo, este proceso infinito de subjetivación y
sujeción que define justamente al biopoder. Creo que no se puede escapar al
problema.”
Claramente,
Agamben es consciente de un hecho : el riesgo que corren las resistencias –las biopolíticas menores– al confluir en el espacio de la nuda vida, espacio en el que la biopolítica es ascendente y
descendente en un claro solapamiento aporético del que Agamben ni puede ni
quiere salir, pues, la biopolítica alternativa, la que no domina desde arriba,
es una especie de no-ser frente a ese ser que es la dominación del biopoder. De
tal forma que, si por un lado percibimos al biopoder y sus efectos, la
biopolítica agambiana se constituye como un escamoteo de dichos efectos. Ahí
radica la resistencia, en el propio carácter difuso de su respuesta al abuso:
“«¿Fuiste llamado siendo esclavo? No te
preocupes. Y aunque puedas hacerte libre, aprovéchate más bien». Es decir, que
no se trata de que cambies de estatuto jurídico o que cambies de vida, sino de
que te aproveches. […]. Es decir: «¿Lloras? Como si no llorases. ¿Te alegras?
Como si no te alegrases? ¿Estás casado? Como no-casado. […]». […] Eres esclavo,
pero puesto que haces un uso, sobre el modo del como no, ya no eres esclavo”
La solución a la
dominación es, o parece ser, una desactivación de lo jurídico-estatal, de lo
político, fundada en un “como si no” apolítico,
ético y, sobre todo, estético. La
propuesta que expone Agamben es una resistencia que clarísimamente no está
orientada al acto –de ahí que nosotros nos planteemos seriamente la efectividad
de esta propuesta– es una resistencia que, sin ser evitación, es escamoteo, es
una fuga sin un dónde y sin un hacia que signifiquen protección, es simplemente
un movimiento constante de fuga, movimiento perpetuo (¿Acompasando al constante
y perpetuo movimiento del mercado?, ¿quizás el mercado no sería de lo que
Agamben está hablando sin darse cuenta?):
“Todo depende de lo que se entienda por
fuga. Es un elemento que se encuentra ya en Deleuze: la «línea de fuga», el
elogio de la fuga. Tenéis razón para protestar. La noción de fuga no implica
que haya otro lugar donde se pueda ir. No, se trata de una fuga muy particular.
Es una fuga que no tiene otro lugar; […]. Para, mí se trataría de pensar una
fuga que no implique una evasión: un movimiento en la situación donde tiene
lugar. Es únicamente en cuanto tal que la fuga podría tener significación
política.”
Esta fuga, de
tener significación sería, en cualquier caso, biopolítica, nunca política, pues
¿acaso hay
polis en la potencia
desenfrenada?, ¿acaso hay polis
en la nuda vida? Nos cuesta
pensar en la significación política en el marco de un no-Estado, bajo un
no-derecho –hecho, dicho con otras palabras– y, sobre todo, desde una
concepción de sujeto que, o bien actúa en un constante “como si no”
o actúa como un animal. Es decir, una concepción de sujeto, que tras un proceso
de desubjetivación-resubjetivación acaba reducido a una indefinición ontológica
que comparte más de lo que parece con la concepción del sujeto neoliberal.
Y esta manera de
plantear la cuestión del sujeto comparte muchos puntos de anclaje ya no
solamente con el neoliberalismo, sino también con los movimientos sociales, las
llamadas “nuevas políticas” y la teoría “queer”, de la que hemos hablado
anteriormente. Al final, este sujeto sería sujeto como si no lo
fuera, al igual que desde la teoría “queer”, la mujer es como si no fuera mujer, el varón es como si no fuera varón, el heterosexual es como si no fuera heterosexual, el homosexual sería como
si no fuera homosexual, etc., pues la
identidad –que está tan en el centro de estas ideologías como de las que la
reivindican– es algo que, si ya es de por sí un constructo social, daría lugar
a algo tan flexible, moldeable y, en resumidas cuentas, amorfo que sería
difícil no ver en esto materia descualificada: el hombre como si no fuera hombre, he aquí la culminación de la
ontoteología del neoliberalismo, pero en este caso, la resistencia basada en el
“como si no” posee un nivel de asunción y satisfacción de su propia condición
descualificada que el neoliberalismo no habría podido provocar nunca ni con la
ayuda de todos sus dispositivos de poder juntos. Por esto mismo, las
biopolíticas alternativas se convierten en cómplices de su aparente enemigo,
pues no olvidemos que si el dispositivo más eficaz es el sujeto mismo –así lo
defiende Agamben–, un individuo que reclama el bios de la zoe
está renunciando a la política –y, con ello, al lugar en el que residen las
resistencias–, pues de lo que se trata no es de apropiarse de lo político sino
del mero espacio de la vida. Y en este espacio sólo hay cuerpos sin forma, no
hombres. Y en este espacio no cabe ni política, ni resistencia, ni sujeto, ni
libertad, sólo indeterminación hasta el paroxismo.
Por lo tanto, el
problema al que nos enfrentamos con Agamben no es esa aporía a la que él hace
referencia en Homo sacer – aporía que
acepta gustoso y de la que no se puede escapar–. No, el problema es que si el
individuo, tal y como nos propone, asume una condición de sujeto de su propia
desubjetivación y coloca a la nuda vida como matriz de una nueva forma de vida, deja inmediatamente de ser
hombre, renuncia definitivamente a su estatuto ontológico de hombre, es decir,
el zoon deja de ser politikon. Y por ello, se inhabilita como sujeto político, en tanto que puramente animal.
Situar las
resistencias en la nuda vida es dejarlas
expuestas al biopoder, a que éste penetre y se extienda a lo largo y ancho de
la vida de los cuerpos y los domine, pues el biopoder, conoce sus secretos,
todos sus rincones y lenguajes, ya que él la ha creado. Y lo ha hecho de tal
forma que en esta nuda vida no se
pueda dar freno alguno a su movimiento. Por lo tanto, situar las resistencias
en la nuda vida es abolir la
libertad, es negar la propia resistencia, pues en el espacio de la vida sólo
hay cuerpos desnudos, desprotegidos y vulnerables a la dominación. Cuerpos que,
sin la protección de lo político, están a expensas de cualquier cosa que se
haga con y de ellos. No hay libertad en la nuda vida, sólo hay resistencias ficticias, pues la libertad
es la única fuente de resistencia a la dominación, y ésta sólo es condición de
un ser cuyo modo de ser es ser animal y además político. Y sin lo político, el
mero animal no puede ser libre. Muchos menos puede resistirse a la dominación
del biopoder, pues en el mundo contingente, el hombre despolitizado sólo puede
ser dos cosas: animal o zombi. Materia descualificada en ambos casos.
No hay nada que
pueda ser más aporético que la carnalización de la lucha en los cuerpos, y de
igual manera sucede con el concepto de multitud en Toni Negri:
“Es necesario insistir aún sobre la
diferencia que separa el concepto de multitud del concepto de pueblo. La
multitud no puede ser aprehendida ni explicada en términos de contractualismo (entendiendo
que el contractualismo, más que a una experiencia empírica, se remonta a la
filosofía trascendental). En un sentido más general, la multitud desconfía de
la representación, ya que es ella una multiplicidad inconmensurable. El pueblo
se representa siempre como unidad, mientras que la multitud no es
representable, puesto que es monstruosa vis à vis de los racionalismos teleológicos y trascendentales
de la modernidad. En oposición al concepto de pueblo, el concepto de multitud
es el de una multiplicidad singular, un universal concreto. El pueblo
constituía un cuerpo social, no así la multitud, porque ella es la carne de la
vida...
Del mismo modo que la carne, la multitud
es pura potencialidad,
la fuerza no formada de la vida, un elemento del ser. Al igual que la carne,
también la multitud se orienta hacia la plenitud de la vida. El monstruo
revolucionario llamado multitud, aparecido al final de la modernidad, quiere
transformar de manera continua nuestra carne en nuevas formas de vida”.
Debido a que no
podemos hacer un análisis ontológico y político de la idea de multitud en Negri, sólo diremos que la multitud de Negri, en
el fondo, no es más que otra forma ontoteológica de desdibujamiento de un sujeto –individual y
colectivo– inactualizable, materia amorfa que, carente de cualificación alguna,
queda reducida a simple carne viviente en movimiento. Una carne pulposa que
huye de la universalidad, pues ésta, según esta manera de entender lo
universal, significaría la aniquilación de la libertad de esos cualquiera que conforman la pulpa cárnica de Negri. Esta idea
de libertad no es otra cosa que esa ficción criticada por Marx, como ya vimos
en la mencionada Acumulación originaria, pues se funda en la desprotección más absoluta de los cuerpos que,
sujetos a la necesidad, van y vienen como las hojas en el otoño.
La
multitud de Negri es una masa zombie
de la que no cabría la esperanza de hallar potencial revolucionario alguno,
pues al orientarse “hacia la plenitud de la vida”, o como diría Foucault, a las
necesidades fundamentales, esencia concreta del hombre realización de sus
virtualidades, plenitud de lo posible,
se fundamenta en una política naturalizada
que, a diferencia de la política, no reivindica derechos sino la vida natural.
Por lo tanto, lo
que una
multitud de estas
características –pulposa e inmune a las categorías de explotado-explotador,
carne-hombre, sujeto-objeto, materia-forma o biopolítica-política–
puede hacer no es otra cosa que reiterar el movimiento del ciclo biológico,
es decir, conformar el movimiento permanente del mercado de una manera cómplice con la verdadera dominación: el biopoder. En
definitiva, una vez más nos encontramos ante una propuesta estéril que, en un
intento de desafiar al capitalismo, su idea de multitud nos lleva a un mundo sin hombres y sin condiciones
de posibilidad para una verdadera resistencia.
Ideas claramente
biopolíticas, tales como nuda vida o multitud han impregnado las formas de hacer de numerosos y
recientes movimientos sociales y políticas alternativas que, si bien han sido
herederas de las acciones del Movimiento por los Derechos Civiles
estadounidense, la influencia del Mayo del 68 francés y de su discurso poético y difuso, sumado a estos discursos biopolíticos
alternativos, los han incapacitado para configurarse como resistencia. De entre
todos estos movimientos podríamos destacar al movimiento antiglobalización
–también denominado alterglobalización– ya que ha sido el revulsivo más ruidoso de los últimos tiempos.
Como podemos
recordar, la última década del siglo XX ha sido muy rica en cuanto al
surgimiento y propagación de toda una serie de luchas cuyo objetivo era
rechazar al neoliberalismo como verdad. Quizás el punto de partida –fundación–
del movimiento antiglobalización sea el momento en el que el Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN), liderado por el carismático y controvertido subcomandante Marcos, se alza en protesta armada contra el
gobierno mexicano, defendiendo la causa indígena en el estado de Chiapas,
México. La defensa de la identidad indígena pasó, en muy poco tiempo, a
convertirse en la defensa de una causa social abstracta, con lo que, unido a la gran baza de la
cobertura mediática, atrajo la atención y la simpatía de los que, en ese primer
momento, sólo era espectadores.
Una identidad, entendida como una singularidad cualquiera –así lo expresaría Agamben–, se situó en primer
plano, dejando atrás el objeto de las legítimas reivindicaciones –políticas– de
este movimiento: la denuncia de la corrupción, de la segregación étnica y de la
dominación hegemónica priísta durante más de setenta años, entre otras cosas.
El EZLN pasó de lo político a lo estético y se convirtió en un símbolo cuya imagen se construía sobre una singularidad
cualquiera, en una multitud no
representable –carne de la vida– que, en ocasiones se materializaba en el cuerpo de
una mujer indígena genérica, de
rostro desdibujado, otras veces era un niño, y las más de las veces, la
multitud se reflejaba en lo único visible del antilíder del movimiento, la
mirada del subcomandante. Un
hombre, por aquel entonces, sin identidad y sin biografía. Marcos, el hombre
del pasamontañas y la pipa, fue una poderosa herramienta cultural y simbólica
que, creando una potente identidad de multitud en movimiento, traspasó las fronteras de lo local –la selva
Lacandona–, dejó a un lado la reivindicación política y pasó a convertirse en
un sentimiento de multitud global, en una resistencia ética y estética. La
hegemonía del corrupto PRI y la pobreza de la población indígena de Chiapas
quedaron atrás –en el fondo, poco importan estas cosas a jóvenes antisistema del “Primer mundo”–, y sobrevino un ciclo de
protestas que recorrió Europa y Estados Unidos durante muchos meses.
Lo importante
aquí no es exponer ni lo que fue ni cómo fue el movimiento antiglobalización.
Si hablamos de este movimiento es porque se consolidó la idea de que el campo
de la política estaba agotado y sólo las biopolíticas alternativas eran la
única respuesta contra el ultracapitalismo
y sus dispositivos de biopoder. Este movimiento propugnó que, ante la ausencia
de representación real de los sectores desfavorecidos, la única respuesta era
rechazar toda representación. Ante la disyuntiva de desenmascarar un hecho
convertido en derecho, se renegó de lo jurídico. Y otro tanto sucedió con el
Estado, concebido como fuente de dominación, y no como freno a la misma. Todo
el legado de Grecia, Roma y la Revolución francesa –muy pervertido, es cierto–,
de las luchas obreras y campesinas –muy pervertidas, es cierto–, fue borrado de
un plumazo, pues en ello se veía la fuente de dominación. Y de esta manera,
ironías del destino, el movimiento antiglobalización se conformó como algo sacado
de la mente de un Hayek o de una Ayn Randt.
“Ironía de este dispositivo […]: nos hace
creer que en ello reside nuestra liberación”
Por suerte o
desgracia, nuestra intención no es hacer un análisis detallado de los
movimientos sociales, tan sólo pretendemos destacar cómo hay rasgos en estos
fenómenos tan cotidianos que nos llevan a la aporía que hemos trazado. Las
biopolíticas alternativas parecen ser la punta de lanza más sugerente del
discurso actual de rechazo al neoliberalismo.
Al igual que Agamben,
reconocemos la dificultad de salir del campo de acción del biopoder, pero no
compartimos la imposibilidad de una posibilidad. El biopoder es tan viscoso que
se introduce hasta lo más profundo de la vida, arrasando, como hemos visto,
casi con todo. Pero el biopoder no plantea una aporía en sí mismo, no es
imposible escapar a él, hay herramientas y discursos que, aún siendo retos
difíciles, nos permiten poner frenos. La aporía sobreviene cuando, conscientes
del enorme poder de dominación que supone la biopolítica, caemos en sus redes y
planteamos resistencias que se anulan a sí mismas porque anulan la facticidad
de aquello que es freno, que escapa, y que actualiza el movimiento constante
del mercado. No se puede subvertir lo perverso, no se puede lograr una recualificación del sujeto planteando, tal y como hace Agamben, una
reapropiación del espacio de la vida, es estéril buscar el bios de la zoe,
y la zoe del bios, pues el terreno es tan pantanoso que sólo nos puede
llevar a la parálisis. Bios y zoe son mundos conectados a través de su separación,
conforman el mundo de los hombres en tanto en cuanto existen separadamente.
Ahora bien, si somos «ciudadanos en cuyo
cuerpo natural está puesta en entredicho su propia vida política» (y no sólo
animales en cuya política está puesta en entredicho nuestra vida de ser
vivientes) ¿cómo puede ser ésta la salida, un bios que sea sólo su zoe? ¿Cómo puede cifrarse la salida en buscar el bios de la zoe?
¿No es este el máximo peligro para la ciudad de los mortales, pero también para
su vida, en el sentido más elemental que pueda pensarse? ¿El asunto no habría
de ser más bien un reconducir la zoe a su límite eco-nómico, un límite que, en verdad, es su forma (algo que no
significa retornarla a la ingenuidad natural, esto no es posible,
fundamentalmente porque esta «naturaleza» –algo que Agamben olvida en muchas
ocasiones– nunca ha tenido lugar)?, ¿no tendría que tratarse más bien de un cuidar
la zoe, que es también un cuidar
que la zoe no invada el bios (y, por
lo mismo, el bios la zoe)? No es en absoluto verdad que el bios yazca, descanse hoy en la zoe, en el sentido de que dependa de ella, y ocurre más
bien al contrario: la zoe descansa, hoy y siempre, en el bios, depende de que
haya bios, es decir, de que haya política, depende de que la zoe no sea
abandonada, expuesta, a su propio imperio (bio-político).
Renunciar a un
mundo en el que no exista esta frontera es renunciar a la sociedad política y
al hombre mismo, significa la desprotección del hombre ante el abuso de la dominación
en su doble modo de ser. Si la biopolítica, tal y como sostienen Arendt,
Foucault, Marx y Díaz Marsá, se traduce en la animalización de la política y en la politización de la vida, la aporía no es la expuesta por Agamben, la aporía
es la propia destrucción del hombre y de lo humano. La biopolítica significa
que ambos modos de ser del hombre quedan destrozados. El hombre como animal
queda expuesto, completamente vulnerable y desnudo, a la dominación. Una
dominación que hace de los cuerpos una carne amorfa con la que se puede hacer
hasta lo más intolerable, pues el freno que impide el abuso no es otro que el
modo de ser político de los hombres. Si tal y como exponía Aristóteles, los
cuernos están en el toro como arma defensiva, la política es el único arma con
la que el hombre puede protegerse del abuso.
El filósofo
italiano Roberto Esposito retoma la aporía de la biopolítica propia del
neoliberalismo y, desde una perspectiva crítica, sostiene que:
la democracia, en el sentido específico de
un régimen basado en la igualdad entre ciudadanos que son capaces de
autogobernarse mediante la elección voluntaria y racional, terminó en los años
treinta del siglo pasado y no se ha vuelto a dar. Naturalmente, esto no
significa que se hayan visto menoscabadas las instituciones formales de la
democracia: el parlamento, los partidos, las elecciones. Pero sí han sido
totalmente vaciadas e invertidas con respecto de su sentido originario. Así, la
representación [rappresentanza] en el sentido de delegación se ha convertido en
la representación [rappresentazione], en sentido teatral, o más bien
televisivo, de la expresión: la identidad entre gobernantes y gobernados se ha
transformado en la identificación mimética con el líder de turno; y la voluntad
del pueblo soberano se ha convertido en populismo.
Si bien la
descripción de la política actual que realiza Esposito en este fragmento es
acertada, sobre todo porque nos recuerda el desplazamiento de la representación
política a la espectacular, justo después afirma lo siguiente:
Por otra parte, en el horizonte
biopolítico en el que vivimos ya desde hace tiempo, las diferencias –de etnia,
de sexo, de edad –resultan más significativas que las semejanzas. Lo cual no
quiere decir que la filosofía no deba trabajar por una nueva idea de
democracia, por una biopolítica democrática o una democracia biopolítica Si no que, para hacerlo, debe renunciar al viejo
léxico político de la soberanía, de la representación y de los derechos
individuales, y construir un nuevo lenguaje, tanto filosófico como político
Y aquí es donde
constatamos cómo Esposito, al igual que otros autores mencionados
anteriormente, resuelve aporéticamente el problema del biopoder, pues, tal y
como sostiene, la única alternativa a la biopolítica es la biopolítica, y
aunque ésta sea de carácter democrático, sigue siendo biopolítica pues sigue
situando la vida –y no la política– el centro de la alternativa. Totalmente
cierto es que este horizonte biopolítico es devastador, y que en el proceso de
modernidad, la ruptura de los lazos comunitarios primarios y tradiciones –los
propios de la
phyle y la phratria–
ha sacado las
diferencias, pero ¿acaso
no sucedió lo mismo en el momento de la fundación de Roma?, ¿acaso lo único que
puede proteger y armonizar la diferencia no es el marco jurídico-estatal?,
¿acaso la biopolítica –da igual el signo– no devora las diferencias y excreta
una masa informe y pulposa en donde la naturaleza del hombre queda erradicada?
Si la filosofía debería trabajar por una idea de democracia, ésta nunca podrá
ser biopolítica. Podrá ser de muchos tipos, pero nunca biopolítica.
Cabría pensar,
si no se tratase de Esposito, cierta inexactitud semántica, un uso erróneo del
término biopolítica, pero lo cierto es que estamos ante un filósofo al que la
semántica no le son ajena, por lo tanto, el uso que hace aquí del término
biopolítica al referirse a la alternativa al biopoder, es completamente
intencionado. Ante estos párrafos, nosotros sólo podemos reiterar nuestra
critica a este uso, y criticar su derrotismo a la hora de renunciar a la idea
de la del lenguaje político tradicional.
Consideramos que
sí se ha dado el desplazamiento del que da cuenta y que va de una rappresentanza –política en sentido estricto– hacia una rappresentazione espectacular. Si bien, desde nuestra perspectiva,
optaríamos por recuperar la representación política, heredera de Roma y de la
Revolución francesa y, obviamente, rechazaríamos su falta de vigencia, su
imposibilidad y desestimaríamos radicalmente la biopolítica como única
condición de posibilidad de un horizonte nuevo. Renunciar a la política es
renunciar a todo aquello que puede poner freno al neoliberalismo y a sus
dispositivos biopolíticos, por lo tanto, renunciar a la política y afirmar
cualquier tipo de biopolítica alternativa, nos conduce de nuevo a la aporía de
la que sí que es imposible salir.
Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009. Págs., 153-154
Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág. 157
Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág. 151
Agamben, G., Homo sacer: el poder soberano y la
nuda vida. Vol.1, Pre-textos,
Valencia, 1998. Págs., 15-16
Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág., 153. [Negritas nuestras]
Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009.Pág. 153
Estas dicotomías desaparecen “en la experiencia vital
radical”, quedando sólo “la sensación de vivir”, la vida biológica que vive y
de la que es imposible dudar tras el proceso de radicalización de la duda
cartesiana iniciado en la modernidad.
Díaz Marsá, M., "De la Nuda Vida como forma de vida o de la aporía de la
política moderna. (Un estudio a partir de Giorgio Agamben)", en Endoxa:
Series Filosóficas 22, 2007. Pág.
262.
Arendt, H., La condición humana, Paidós Estado y sociedad, Barcelona, 2010. Pág. 110.
Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009, Pág. 169.
Díaz Marsá, M., "De la Nuda Vida como forma de
vida o de la aporía de la política moderna. (Un estudio a partir de Giorgio
Agamben)", en Endoxa: Series Filosóficas 22, 2007. Págs., 266-267.